jueves, 20 de octubre de 2011

Objetos, varios...

No soy coleccionista, nunca he coleccionado fascículos u objetos en serie, pero sí guardo cosillas, éstas, suelen ser de gran valor sentimental. No siempre o, casi nunca son bellas en apariencia ni son valiosas. Guardo un botón que perteneció a un abrigo de mi madre. Era un abrigo de los años 6o, de un género muy peculiar, por entonces posiblemente de origen natural -puede que fuese de llama- con mucho pelito que yo siempre retorcía hasta hacer una bolita y tirar quedándome con ello en la mano. Aún recuerdo el sonido al arrancarlo y lo difícil que era hacerlo por lo flexible que resultaba. Tenía un colorido extraño y poco combinable, a cuadritos negros y anaranjados, manga Japonesa y corte “bombona”. Recuerdo que era horrible, de ahí, que lo comprase a muy buen precio en los saldos de El Corte Inglés. Estoy segura que esa fue una de las pocas veces que frecuentó este establecimiento y que ésta fue la única prenda que ella compro en este lugar en su vida. Por entonces, no era tienda para pobres, lo que no sé, es como llegó allí. El botón, para no desentonar al resto del abrigo, es una horterada pero, el recuerdo es tan bello. Esa suavidad de aquel abrigo y el olor a mi madre cuando me arrimaba a ella y estando de pie la abrazaba, no alcanzaba más que a su cintura y mi cabecita contra su vientre. Siempre me daba en la frente con el dichoso botón. Metía mis manos por el ancho de las mangas hasta conseguir meter los brazos enteros y me daba la sensación de que yo llevaba puesto el abrigo y que mi madre y yo éramos siamesas.
El Roskopf de plata de mi abuelo, es otro de esos objetos maravillosos.Su hermosa esfera de porcelana de color blanco y los 12 pequeños círculos de color rubí que cada uno acoge a cada una de esas horas que debe marcar, en una delicada numeración romana. Agujas de oro bajo ,caladas y minuciosamente labradas. Dejó de funcionar al poco de su fallecimiento. Sólo él sabía darle cuerda con la delicadeza apropiada, con la astucia de tantos años junto a él. Era fácil pasarle de cuerda y, a pesar de sus enormes manos y dedos aparentemente estranguladores, sabía siempre hasta donde darle. Se arrimaba el reloj al oído y lentamente giraba la cabecilla estriada con suma maestría. Después, lo miraba según lo sostenía en la palma de su mano y, lo guardaba en el bolsillo del pantalón asegurándose de que estaba bien al fondo. Siempre me entusiasmo ese reloj y el ritual de darle cuerda. Sabía a la hora en que él lo hacía y raro era el día que me lo perdía. Había 4 posibles “herederos” del reloj; mi hermano y mis tres primos. Al día siguiente del fallecimiento de mi abuelo, vino mi tía con un pañuelo de mi abuelo, algo había envuelto dentro y anudado. Al abrirlo me encontré con una nota con unos garabatos casi ilegibles en un papel de estraza que decía, esto es para la Sila. Era el reloj.

Cuando nació mi hijo, tenía el pelo negro, bastante largo y muy liso. A las pocas semanas le corté las chivarrillas, parecían de seda pura, lo poquito que pude recoger lo mantengo metido en un apósito y si lo intento abrir, apenas se distingue entre el tejido. También, como casi todos los padres, guardo las 2 pulserillas identificativas del hospital; madre e hijo y, como no, la pinza del cordón umbilical. Si sigo hablando de pelo, también debo decir que guardo mis últimas trenzas y, también las de mi hermana. Siguen frescas y vivas como el primer día, se aprecia la lozanía y vigorosidad. Recuerdo el momento del corte como si fuese hoy. Durante 60 años, mi madre guardó la trenza de su madre. En este caso,a pesar de ser un pelo también natural, se aprecia la gran presencia de canas muy encrespadas,y el aspecto es desvitalizdo, muertecino y carente de volumen. Aunque esa trenza era de una mujer de 40 años, había pasado una guerra, el año del hambre y una grave enfermedad que la llevó a la muerte, tras un lento sufrir. AL morir mi madre, lo primero que busqué entre sus cosas, era rescatar el pelo de mi abuela, ya que, de alguna forma, me considero el guardián de las pertenencias de mis antepasados. Pertenencias, éstas, carentes del valor, que normalmente se suele buscar. Guardo el viejo certina de mi padre, el mechero de mecha y la petaca de mi abuelo, la sortija de oro bajo que mi abuelo regaló a mi abuela de novios, las sábanas de la noche de bodas de éstos y la colcha, un bolsito de mi abuela de la época de los años 20 y, muchas cosillas más que de referirlas, llenaría unas cuantas páginas. Hoy, he estado en la casa del pueblo, allí está el viejo transistor Vanguard y una colcha moruna de más de 80 años de antiguedad, esta, la compró para su esposa en África, cuando estaba allí destinado como militar. Él me lo trajo a casa y me dijo, Sila, yo sé que tu lo vas a guardar mientras vivas... mis hijos y mis nueras lo van a tirar a la basura en cuanto yo falte. Marciano murió hace 2 años y los contenedores de la basura, se llenaron de objetos personales de él y su esposa, tal y como él me había dicho que sucedería. Algo parecido me pasó con unos señores muy mayores que cuidaba, ella me dio unas cosas para que guardara y me acordase de ellos. Don Antonio, el viejo farmaceutico del barrio me conoce desde niña y, al mudarse de su casa a una mucho más pequeña, todo su afán era que me llevase unos cuadros que su padre había ido coleccionado a lo largo de su vida, que me llevase para el pueblo unas camitas donde habían dormido sus padres y unos cuantos muebles auxiliares que él consideraba especiales. De haber sido por él, me hubiera llevado la casa entera. Se sentía aliviado si yo me lo llevaba. La gente mayor me da cosas suyas para que las guarde sin ellos saber que yo las guardaré, sin saber si yo quiero guardarlas. Toma, Sila, esto es de la abuela. Toma, esto es de el abuelo, esto era mio, esto era de mis padres, esto de mi esposa... no lo entiendo, que extraña cosa... Lo último que guardo y, también de gran significado, es una rosa.